Por Dayra Carrizo Castillero

En días pasados se celebró el Día de la Tierra y el Día de los Océanos, respectivamente. Debemos ser conscientes de que la Tierra y los océanos deben ser celebrados todos los días, considerando que, gracias a nuestro planeta y a sus recursos, la vida es posible.

Desde hace más de cuatro décadas, organizaciones activistas del medio ambiente, prestigiosas universidades y organismos internacionales gubernamentales y no gubernamentales, entre otros, han realizado estudios y proyecciones relativos al cambio climático, a la degradación de los recursos naturales, de la biodiversidad y de los ecosistemas.

Un ejemplo, entre tantos, es el Informe Planeta Vivo 2018, preparado por el Foro Mundial para la Naturaleza, el cual fue realizado en colaboración con la Red de la Huella Global y la Sociedad Zoológica de Londres, donde se indica que en los últimos 40 años la población de vertebrados, a nivel mundial, ha disminuido en un 60 %, siendo las regiones de América del Sur y de América Central las más afectadas con una disminución que alcanza el 89 %.

La biodiversidad es vital para la sociedad y toda nuestra economía depende de la naturaleza. Sin embargo, las mayores amenazas para la biodiversidad provienen de las actividades humanas. Esta década representa, quizás, nuestra última oportunidad para poder actuar, antes de que los daños que ha sufrido el planeta sean irreversibles y con consecuencias nefastas para todas las formas de vida.

La crisis de la COVID-19 ha puesto en evidencia la fragilidad, las disparidades y las incongruencias en nuestros sistemas, hábitos de consumo y estilo de vida. También ha revelado que es crucial tener la capacidad de integrar en las políticas globales, de Estado y locales, soluciones que vayan de la mano con el desarrollo sostenible y la preservación del medio ambiente.

Muchos coinciden en que las propuestas para enfrentar la crisis de la COVID-19 deben contar con los elementos presentes en las soluciones posibles para la crisis ambiental. En este contexto están la Economía Verde y la Economía Azul que, si bien es cierto, no son conceptos nuevos, cada vez se hacen más presentes en las propuestas de la comunidad internacional para una recuperación resiliente.

La Economía Verde es definida por el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA) como aquella que tiene como objetivo mejorar el bienestar humano y la equidad social, reducir los riesgos ambientales y la presión sobre los sistemas naturales; así como armonizar el desarrollo económico y el consumo eficiente de los recursos.

La Economía Azul es todavía un concepto amplio que se enfoca en la sostenibilidad de los océanos para el crecimiento económico. De acuerdo con el Foro Mundial para la Naturaleza la Economía Azul Sostenible, la misma debe proveer beneficios sociales y económicos para las presentes y futuras generaciones, debe proteger y restaurar la diversidad y los valores intrínsecos del ecosistema marino, así como basarse en tecnologías limpias y en un flujo circular de materias renovables.

Organismos (internacionales), tales como la Organización de las Naciones Unidas (ONU), la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), el Foro Económico Mundial (WEF), el Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF), cuentan con una gran cantidad de información, proponen recursos y programas relacionados con la Economía Verde, la Economía Azul, la Economía Circular y el Desarrollo Sostenible.

Las soluciones están y existen, ponerlas en práctica requiere de una voluntad real de todas las partes interesadas, incluso a nivel internacional, pasando por los Gobiernos nacionales y locales, el sector privado, la sociedad civil y los individuos.

La economía del mundo, el bienestar de los seres humanos y la preservación del medio ambiente son indisociables. La Tierra es de todos y hoy más que nunca todos somos parte de la solución.

Dayra Carrizo Castillero
Consejera Económica de la Embajada de Panamá en Francia.
Abogada